
SINOPSIS
Novela El Hilo Rojo: Cuenta una leyenda japonesa, que existe un hilo invisible que nos une a aquellos con quien estamos destinados a encontrarnos.
Pero… ¿Podrá el pacto de los hermanos Richards (Anna y Daniel) cambiar el curso de los acontecimientos? Esta es la historia de una familia marcada por las mentiras. Un viaje en el tiempo donde las pasiones, las traiciones, y la lujuria, se entrelazarán para tejer el destino de los protagonistas y, donde finalmente, descubriremos si el hilo rojo existe.
Redescubre la novela erótica – romántica y disfruta de algunas curiosidades “picantes” de la Barcelona de principio del siglo XX.
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Ingredientes de la novela
Primeros capítulos
CAPÍTULO I
Barcelona, Abril de 1900
UNA ROSA CON ESPINAS
El veintitrés de abril, a las doce del mediodía, la matrona salió de la habitación principal de casa los Dalmau, y con paso firme enfiló el pasillo del lujoso piso de la Eixample, hasta el despacho donde la esperaba el señor Dalmau. Se detuvo delante de la imponente puerta de madera, tallada con delicados motivos ornamentales, y dio un par de golpes suaves.
Joaquim, adormilado en su butaca de piel, se sobresaltó. Pero enseguida hizo entrar a la persona que había molestado su sueño. La mujer gorda, de mediana edad, abrió la puerta y, echando una rápida mirada a la suntuosa estancia, le dio la gran noticia.
_ Señor Dalmau – dijo con una ligera inclinación de cabeza – Todo ha salido a la perfección. Su esposa y el recién nacido están bien de salud. Lo esperan en la habitación.
Joaquim le dio las gracias y ella lo acompañó hasta el dormitorio conyugal, donde su esposa lo acababa de convertir en padre por segunda vez. Delante de la puerta, la matrona llamó para asegurarse que podían pasar, y una voz masculina atravesó la gruesa puerta, dando la aprobación para que el padre de la criatura entrara.
Al ver a Joaquim, el doctor Puig i Gelabert, gran amigo de la familia Dalmau, hizo dos grandes zancadas y se dirigió hacia él extendiendo la mano.
_¡Querido Joaquim! Enhorabuena. Es una niña preciosa – después se dirigió a la madre –Querida, no es necesario que te explique las medidas que debes tomar, tienes la experiencia del parto anterior. Ya sabes que una vez pasada la cuarentena, puedes hacer vida normal – dicho esto, salió de la habitación con la matrona para dejarlos solos.
Joaquim se acercó a la cama. Su esposa, con aspecto cansado, descansaba sobre una gran cantidad de almohadas, y entre sus brazos había un hato por donde asomaba la cara de una criatura plácidamente dormida.
_Anna, mi felicidad es completa con esta nueva bendición que de Dios Nuestro Señor nos ha dado – ella esbozó una leve sonrisa, estaba demasiado cansada para hablar, y el le cogió la mano para besarla afectuosamente.
_Descansa amor mío. Avisaré a la nodriza para que venga, ella se encargará de todo – cogió a su hija en brazos por primera vez, y se acercó al gran ventanal de la habitación para observarla con detalle.
Expuesta a la luz, la pequeña hizo un movimiento, como si quisiera abrir los ojos, pero siguió durmiendo.
_Es preciosa, Anna. ¿Te parece bien si la llamamos Caterina? – la miró para saber si tenía objeciones, pero ella también se había quedado dormida.
“Traer hijos al mundo debe ser agotador”, pensó Joaquim, y dejando a su hija en la cuna, salió sin hacer ruido. No quería despertarlas.
CAPITULO II
Barcelona, Junio de 1900
LOS HERMANOS RICHARDS
Anna se entretenía bordando ropita para Caterina sentada en una silla delante de una de las ventanas de la salita, cuando el timbre sonó. Lali, la sirvienta más veterana de la casa, arrastró los pies hasta la puerta; era tan vieja y sorda que a veces las otras criadas, o la misma Anna, tenían que avisarla que el timbre estaba sonando.
Al abrir la puerta, la mujer se alegró de ver quién era.
Daniel Richards la miraba desde el rellano con una sonrisa encantadora. El hermano de Anna, alto, rubio, atractivo, de complexión atlética y ojos azul intenso, era muy conocido entre las mujeres de Barcelona; y muy envidiado por los hombres de la ciudad. Su presencia física era imponente y tenía un don natural para la seducción. Abogado de profesión, nadie sabía bien a qué se dedicaba. Antes que ella pudiera reaccionar, la abrazó con fuerza, levantándola un palmo del suelo.
_Estás tan guapa como la última vez que te vi – dijo bajándola de nuevo.
_Usted siempre tan adulador – contestó Lali, recuperándose de la sacudida.
Hacía muchos años que conocía a Daniel. Ella trabajaba en casa del notario Calafell, cuando la viuda de éste, la madre de Anna, contrajo segundas nupcias con un hombre de negocios inglés, Edward Richards, el padre de Daniel. Fue entonces cuando Lali pasó a hacerse cargo de los dos niños. Anna y Daniel se habían criado como hermanos, hasta el punto que el señor Edward había dado su apellido a su hijastra Anna.
_No avises a mi hermana que he llegado… Quiero darle una sorpresa.
Lali lo dejó entrar, y él anduvo por el pasillo sin hacer ruido.
_¡Tu olor me embriaga! – dijo Daniel desde la puerta de la salita. Anna se asustó, pinchándose con la aguja de bordar.
_¡Daniel! ¿Cuando has llegado?! – se puso el dedo el la boca para chupar la sangre de la herida y dejó caer el hilo y la ropita que tenía en el regazo para darle un beso.
_Llegué ayer por la noche. He venido lo más pronto que he podido. Tengo muchas ganas de ver al nuevo miembro de la familia, y también a Nicolau. Hace tanto que no le veo…
_Tendrías que pasar más tiempo en Barcelona – lo riñó ella -Ahora mismo aviso a la criada y a la nodriza para que te traigan a los niños.
Lali entró en el salón con un niño de aspecto enfermizo, piel blanca como la cera, pelo rubio, casi blanco, y ojos azules inexpresivos. Se parecía mucho a su tío, a pesar de no tener lazos de sangre.
_Hola Nicolau – le dijo Daniel afectuosamente.
El niño levantó la cara para mirarlo, y continuó con el mismo semblante serio.
_¡Cómo has crecido en estos meses! – añadió, esta vez sin esperar respuesta.
La nodriza dio el bebé a Anna y ella se lo acercó a Daniel para que conociera a su sobrina.
_Esta es Caterina – la presentó.
_Es el nombre de tu madre – observó Daniel – ¿Lo has elegido tu?
_No, fue idea de Joaquim – Anna hizo una señal para que la nodriza cogiera al bebé otra vez –Podéis retiraros – ordenó a las mujeres, y con un saltito, para no pisar la ropita del suelo, se sentó en el sofá dando unos golpecitos con la mano para indicar a su hermano que se sentara a su vera.
_Estoy enfadada contigo – le dijo con aire teatral.
_¿Conmigo? ¿Por qué? – preguntó él, esperando divertido la respuesta.
_No me gusta que me dejes tanto tiempo sola.
_Pero Anna, ¿cómo puedes decir que estás sola? Tienes a Joaquim, a tus hijos, a tus amigas… Yo sí que estoy solo, viajando por Europa, lejos de mi familia…
_Te he echado de menos, Daniel – puso su mano sobre la de él.
_Anna, este verano voy a ser todo tuyo – la besó en la mejilla, haciéndole cosquillas con el bigote.
*****
Joaquim llegó al atardecer y se alegró de encontrar a su cuñado en casa. Daniel siempre animaba las veladas.
_Apreciado Daniel, ¡Cuanto tiempo sin verte! ¿Cómo han ido tus aventuras por Europa? – lo abrazó efusivamente; Daniel no sólo tenía magnetismo con las mujeres, también solía caer bien a los hombres.
_No me puedo quejar – dijo con la mejor de sus sonrisas.
_¿Has encontrado alguna mujer que te haga sentar la cabeza ?
_¡De ninguna manera! ¡Antes muerto que casado!
Joaquim se echó a reír por la aseveración.
_Eres incorregible. Te aconsejo que no te lo pienses demasiado, la vida de casado es mucho mejor que la de soltero.
_Seguro que tienes razón, pero no es nada fácil encontrar a una mujer como la que tu tienes – guiñó un ojo a Anna.
_Cierto – Joaquim la acarició y Daniel, viendo la incomodidad de su hermana ante las muestras de afecto de su marido, cambió de tema.
_Por cierto, ya he conocido a Caterina. Ha heredado la belleza de su madre.
_Cierto, querido Daniel. Como no podía ser de otra manera.
_Venga, parad los dos, ¡que me estáis poniendo roja! – dijo Anna.
En aquel preciso instante, Lali interrumpió los elogios para anunciar que podían pasar al comedor.
Durante la cena, Daniel les explicó las anécdotas de su viaje. Había aprovechado para visitar algunos parientes en Londres y, de paso, para asistir también a algunas fiestas que habían organizado.
_Londres es una ciudad fantástica, lástima que siempre llueve – dijo cortando un trozo de carne que le acababan de servir en el plato.
_Al menos en Londres no pasan el calor que pasamos aquí. Tengo unas ganas de ir a Sitges – dijo Anna con voz aburrida.
La familia Dalmau veraneaba cada año en Sitges, en la casa que la madre de Anna le había dejado de herencia. El pueblecito costero era el lugar de moda donde se reunía la flor y nata de la burguesía catalana, para celebrar fiestas y para disfrutar de la tertulias intelectuales y culturales. Los mejores artistas del momento habían convertido el lugar en un destino de peregrinación para muchas familias, incluidos los Dalmau.
_Esto me recuerda que debemos empezar los preparativos para que os vayáis allí. Te echo mucho de menos cuando te vas, querida, pero sería injusto y egoísta por mi parte mantenerte en Barcelona hasta el mes de agosto. Yo tendré que quedarme atendiendo asuntos en la fábrica, pero me reuniré contigo y con los niños más adelante – dijo Joaquim.
_Ya sabes que yo también te echo de menos, amor mío. Aún así, creo que deberíamos irnos lo antes posible. Los niños también estarán más cómodos en la casa Grande. Aquí hace demasiado calor – dijo ella con voz dulce.
_Daniel, ¿Este año también acompañarás a Anna? Me quedo más tranquilo si sé que tu estás con ella y los niños.
_Por descontado, Joaquim. Me gusta pasar el verano con la familia. Estaré encantado de instalarme en la casa Grande con mi hermana y mis sobrinos.
_¿Que te parece si nos vamos el lunes? – preguntó Anna.
_No se hable más, querida. El lunes os vais a Sitges.
Joaquim levantó la copa de vino y propuso un brindis para celebrar el regreso de su cuñado y el inicio de las vacaciones.
CAPITULO III
Barcelona-Sitges, Julio de 1900
ME QUEDO EN LA CASA GRANDE
El lunes, con dos coches de caballos, Anna, los niños, Daniel, y parte del servicio, partieron hacia Sitges. Al llegar al pueblo, Ramon, el chófer, bajó del carruaje para dirigirse a una humilde casa en primera línea de mar. Al cabo de cinco, minutos salió de la barraca de pescadores acompañado por una joven.
_Buenos días, señora Dalmau – saludó la chica a través de la ventana del carruaje.
_¿Y Pere? – preguntó Anna, sin ni siquiera darle los buenos días.
Pere era el hombre de confianza de los Dalmau en Sitges. Desde hacía años, el viejo se encargaba de cuidar la casa Grande durante los meses de invierno. Y durante el verano, ayudaba al servicio a hacer algunos encargos y a cuidar el jardín.
_Mi abuelo hace semanas que está delicado de salud. Me ha pedido si podía venir yo a ayudarlos – dijo la chica, intimidada por la actitud de Anna.
_Si no hay más remedio… ¿Cómo te llamas? – la miró altivamente.
_Me llamo Marta.
_Sube al carruaje, no perdamos más tiempo. Tengo ganas de llegar a casa.
Rápidamente hizo lo que le ordenaba. No quería tener problemas con la señora, porque el dinero de los Dalmau era imprescindible para vivir mínimamente bien el resto del año. Tenía que causar buena impresión para no quedarse sin trabajo.
Los caballos siguieron el camino hacia la casa de veraneo, muy alejada del núcleo urbano. Subiendo una colina, a través de una senda bordeada de pinos, llegaron a un claro, y el vallado que delimitaba el jardín de una enorme casa señorial, les cerró el paso. Ramon tuvo que bajar del carruaje para abrir la puerta de hierro y, una vez abierta, tiró de las riendas de los animales. Éstos entraron en la propiedad siguiendo un caminito que conducía hasta la puerta principal, donde se pararon.
_¡Rápido, Ramon! Ayúdanos a bajar – lo apremió Anna. Nicolau había empezado a lloriquear a causa del calor y el cansancio del viaje.
El hombre se apresuró a llegar hasta la puerta del vehículo para ayudar a los pasajeros. Mientras tanto, Marta abrió la puerta de la casa con las llaves que le había prestado su abuelo, y se afanó a apartar las cortinas para que entrara luz natural. También abrió las ventanas para ventilar. Después salió a ayudar al servicio a descargar las maletas.
_Quizá no haya sido mala idea cambiar el viejo por la chica. Parece que tiene ganas de trabajar – dijo Anna pensativa, mirando a través de una de las ventanas de la casa.
Daniel sonrió y no dijo nada.
Al cabo de unas horas todo el mundo estaba ubicado. El servicio había colocado la ropa dentro de los armarios, las maletas estaban guardadas, las criadas había retirado las telas que cubrían los muebles para protegerlos del polvo, y habían eliminado la suciedad acumulada en los rincones.
Lali preparó limonada para Anna, y pidió a Marta que se la subiera a la habitación; ella estaba cocinando y no podía dejar la comida en el fuego. La chica llenó un vaso, lo puso sobre un plato y se dirigió al primer piso. Al llegar a la planta superior, oyó risas, murmullos y suspiros entrecortados que provenían del dormitorio de los dueños. No quería interrumpir lo que parecía un encuentro íntimo y, sin saber qué hacer, decidió irse sin hacer ruido; les llevaría el refresco más tarde. Pero al retroceder, tropezó, con tan mala suerte, que el vaso volcó y cayó al suelo con gran estrépito. Horrorizada, miró la limonada colándose entre los cristales rotos. Levantó la cabeza y topó con la mirada dura y fría de Anna.
_¿Qué ha pasado?! – chilló ella desde la puerta de la habitación, visiblemente molesta.
_Disculpe, señora Dalmau. Le traía limonada pero he tropezado y se me ha caído. No quería molestarla… Y al señor Dalmau tampoco – dijo avergonzada y roja como un tomate.
_Soy el señor Richards, el hermano de la señora Dalmau – dijo Daniel apareciendo por detrás de Anna.
–Disculpe, no sé cómo he podido pensar que usted y la señora Dalmau eran… Bien…, quiero decir que al llegar juntos he pensado que… – Marta cada vez estaba más nerviosa, y más roja.
_No pasa nada – la cortó Anna – No hace falta que subas más limonada. Recoge lo que has roto y márchate – dio media vuelta y cerró la puerta de la habitación.
_¿Crees que ha oído algo? – preguntó preocupada.
_No creo – dijo Daniel divertido con la situación. Se lo tomaba todo como un juego.
_No me gustaría que empezaran a haber rumores entre el personal de servicio – dijo Anna alterada.
_No te preocupes, hermanita, yo me encargo de la chica. No dirá nada – sonrió mostrando su blanca y perfecta dentadura.
_¡Daniel, te prohíbo que hagas una burrada! – gritó ella mientras lo fulminaba con la mirada.
_Confía en mi. No te preocupes por nada, sé como manejar esta situación – respondió él para calmarla.
_De acuerdo – Anna se relajó – Confío en ti.
*****
Por la mañana, a la hora del desayuno, reinaba un silencio incómodo entre los dos hermanos. Daniel se acabó el café y se despidió de Anna con un beso en la mejilla.
_Bajo hasta el pueblo a pasear un rato – se colocó un sombrero para protegerse del sol, que ya quemaba, y pidió a Ramon que lo llevara hasta la playa.
Lali aprovechó que Anna estaba sola para hablar con ella.
_¿Señora, puedo comentarle una cosa? – preguntó nerviosa.
Anna se puso en tensión. Era extraño que Lali abriera la boca, si no era para decirle algo realmente importante, y a primera hora de la mañana la había visto hablando con Marta; temió que pudiera tratarse de algún cotilleo referente al incidente del día anterior.
_Dime Lali – dijo aparentando tranquilidad.
_Mire señora, yo estoy muy mayor, y no me veo capaz de atender a Nicolau. El calor me está matando. Me preguntaba si podría tener ayuda. Marta es una chica muy responsable, y lista, y puede hacer parte de mi trabajo – se frotó las manos esperando la respuesta.
Anna, aliviada al saber que la criada sólo quería ayuda para atender al niño, pidió que avisara a Marta, que llegó al comedor asustada, pensando que la señora quería despedirla por haber tirado la limonada.
_Marta, necesito que te quedes con nosotros todo el verano – Anna la miró de arriba a abajo.
_¿Me está pidiendo que me quede a dormir en la casa Grande? ¿Todo el verano?
_Sí, quiero que ayudes a Lali con Nicolau. Ella está mayor y no puede ocuparse de todo. Te pagaré el doble. ¿Estás de acuerdo?
Marta estaba sorprendida, y contenta al mismo tiempo, no sólo no la reñía por haber derramado la limonada, sino que le ofrecía más dinero para quedarse a trabajar las veinticuatro horas del día en la casa Grande. No se podía creer la suerte que tenía. El dinero extra sería de gran ayuda en su casa.
_Claro que estoy de acuerdo, señora Dalmau, aunque se lo tendré que comunicar a mi familia. Supongo que mi madre también estará de acuerdo – dijo con una amplia sonrisa.
_Ve a tu casa y avísala. Esta noche ya puedes quedarte a dormir.
Marta se puso un sombrero de paja, y bajó a pie hasta el pueblo.
*****
_¡Hola! – saludó Marta al llegar a casa.
_Hola hija. ¿Te han mandado algún recado que estás por aquí? – preguntó su madre afligida. Su hermano Àngel, que casi nunca estaba en casa a esas horas de la mañana, también estaba allí. Alguna cosa no iba bien.
_¿Pasa algo? – preguntó Marta asustada, mientras se quitaba el gorro y lo dejaba encima de la mesa del comedor.
_Nada hija… Tu abuelo, que ha empeorado.
_¿Habéis llamado al médico?
_El médico vale dinero, no podemos seguir pagando – dijo con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas.
_Podemos permitirnos que el médico venga las veces que haga falta. La señora Dalmau me ha propuesto quedarme todo el verano en la casa Grande. Necesita ayuda para atender a su hijo. ¡Me pagará el doble! – abrazó a su madre en un vano intento de consolarla.
Minutos más tarde, el doctor inyectó un calmante al abuelo, sin dar demasiadas esperanzas a la familia. La posibilidad que el anciano no saliera adelante, los dejó bastante chafados. Para distender el ambiente, Marta les narró el accidente con la limonada, y cómo había conocido al atractivo hermano de la huraña señora Dalmau. También les explicó que el personal de servicio era amable con ella y que, a pesar que el trabajo no se terminaba nunca, tampoco era extremadamente duro.
Su madre la escuchó con preocupación.
_No me parece mal que trabajes a jornada completa, hija – soltó finalmente – El dinero nos irá muy bien.
_¿Y pues, madre? ¿Que te preocupa?
_Me preocupan estos ricos de Barcelona. Vienen unos meses al pueblo y se creen que pueden disponer de todo lo que hay. Como si todo fuera de su propiedad.
Marta y su hermano la miraron con cara de interrogación, esperando alguna explicación más esclarecedora.
_Me preocupa el señor Richards – dijo compungida – He oído algunas historias sobre él…
_Madre, ya sabes como son los del pueblo. Si no hay un cotilleo, no están contentos – lo defendió Marta.
_De todas formas, ve con cuidado hija. Mira lo que le pasó a Margarita, la de la casa vieja. El amo abusó de ella… Ningún chico quiere casarse con una mujer que no está entera, y menos aún si tiene un hijo fruto de una violación.
_No te preocupes, sé defenderme sola. No dejaré que nadie se aproveche de mi.
_Si ese sinvergüenza, el señor Richards, se atreve a poner un solo dedo encima de mi hermana, ¡se las tendrá que ver conmigo! – berreó Àngel, levantando el puño.
Marta y su madre se miraron con sorpresa por la reacción inesperada del chico, habitualmente tranquilo y pacífico, y después se echaron a reír, sin poder parar. Él bajó el puño desconcertado. No entendía qué les hacía tanta gracia, pero también se unió a las risas. Estaba orgulloso de haber provocado un breve momento de felicidad en una casa donde hacía tiempo que nadie se divertía.
CAPÍTULO IV
Sitges, Agosto de 1900
UN DÍA EN LA PLAYA
Las jornadas como sirvienta eran inacabables, el mal genio de la señora Dalmau era insoportable, y el calor extremadamente pegajoso. Aún así, Marta se sentía a gusto trabajando en la casa Grande. Hacía un mes que había ido a vivir allí, y aún no conocía al señor Dalmau. Las chicas del servicio le habían contado que era un hombre de trato amable, bastante más mayor que su mujer, y que todos esperaban con muchas ganas su llegada; la presencia de Joaquim conseguía apaciguar la furia de Anna, la cual se mostraba más amable cuando su marido estaba presente.
Esa mañana de agosto la casa bullía de actividad. La señora había quedado con unos amigos para ir a pasar un día de playa, y Ramon estaba cargando el carruaje con bolsas y paquetes. Había tantos bultos, que daba la impresión que regresaban a Barcelona.
Después de desayunar, bajaron a la playa de Sant Sebastià, una de las más conocidas y frecuentadas por los veraneantes. Ricos empresarios, artistas e intelectuales se daban cita a la orilla del mar. Algunos amigos de Barcelona ya los esperaban allí. Los hombres se bañaban, aprovechaban la ocasión para entablar tertulias intelectuales, o bien hacían negocios. Las señoras iban vestidas con trajes de baño que les cubrían prácticamente la totalidad del cuerpo, se resguardaban del sol debajo de grandes sombrillas, y las más atrevidas se acercaban al agua para mojarse los pies. Aunque la gran mayoría prefería estar a cierta distancia de las olas, hablando y organizando fiestas para las noches de verano. Las criadas se encargaban de la chiquillería, que se lo pasaba en grande jugando con la arena y el agua salada.
Marta era la encargada de ocuparse de Nicolau. Lali, demasiado mayor para resistir la excursión, se había quedado en casa. Se recogió el pelo en una trenza, se arremangó el vestido de algodón blanco, y fue a recoger conchas con el pequeño, que se lo estaba pasando en grande; hasta su semblante serio parecía algo más alegre.
Mientras estaba agachada, alguien pasó por su lado salpicándola expresamente, mojándole el vestido. Levantó la vista, molesta por la remojada, y miró para ver quién había sido. Desde el agua Daniel sonrió por la fechoría e hizo unas cuantas brazadas mar adentro. Al salir, se acercó a ella y se sentó donde rompían las olas. Nicolau continuaba entretenido haciendo un agujero en la arena con sus diminutas manitas.
_¿Cómo va, Marta? ¿Te lo estás pasando bien? – preguntó mientras reclinaba la cabeza hacia atrás para que el sol lo secara.
–Sí, muy bien. Gracias, señor Richards. No podía haber pedido un regalo mejor en un día como hoy – de reojo contempló el cuerpo masculino de Daniel, parecía esculpido sobre mármol.
_¿Por qué? ¿Es tu cumpleaños? – la interrogó él, con más interés.
_Sí ¿Cómo lo ha acertado? Hoy cumplo dieciocho años – respondió orgullosa.
_¡Felicidades! – se levantó y se fue, dejándola con la palabra en la boca.
_Gracias – balbuceó ella mientras lo veía alejarse provocando suspiros de admiración a su paso. ¡Era todo un Adonis!
Por la tarde Nicolau se quedó dormido, y Marta aprovechó para alejarse de la multitud. Sentada en las rocas, permaneció absorta en sus pensamientos. Quería saborear los últimos minutos del día en la preciosa playa que la había visto crecer, recordando como su abuelo Pere los llevaba a ella, y a su hermano, a pescar. También recordó el día en que el mar se llevó para siempre a su padre, que era pescador. Inmersa en los recuerdos, y con el sonido hipnótico del mar de fondo, no se dio cuenta que Daniel se sentaba a su lado.
_Toma – él le dejó un paquete sobre la falda.
_¿Es para mi? – preguntó Marta sorprendida, y muerta de vergüenza.
_Es un regalo. Ábrelo.
_No sé qué decir… No era necesario, señor Richards – con las manos temblorosas consiguió quitar el papel, destapando unas alpargatas blancas con suela de cuerda.
_Las que tienes ya están muy viejas, y éstas van a juego con tu vestido. Una mujer bonita, debe llevar cosas bonitas. ¿No crees? – dijo en tono seductor.
Marta estaba pasando tanta vergüenza, que deseó que una ola se la llevara mar adentro, como a su padre. Quería desaparecer, fundirse. El corazón lo tenía desbocado y no sabía hacia dónde mirar. Un calor le subió cuello arriba y se le extendió por la cara, dejándola tan roja como si hubiera tomado el sol todo el día. A punto de desmayarse por la emoción, Anna la llamó; Nicolau se acaba de despertar y quería que fuera. Incómoda por el regalo, y por la compañía de Daniel, se disculpó y huyó despavorida, apretando las alpargatas contra su pecho.
¿ERES VIRGEN?
Joaquim Dalmau estaba deseando reencontrarse con su mujer y sus hijos. Tantos días alejado de ellos lo habían sumido en un estado depresivo. La soledad le recordaba los días oscuros que había vivido antes de casarse con Anna. Cuando la conoció, él era un hombre maduro con una profunda depresión desde hacía años. La trágica muerte de su primer gran amor lo había convertido en un solitario hombre de negocios y, durante muchos años, se había negado a mantener relaciones con mujeres. Pero un buen día conoció a Anna, y la pesada losa que arrastraba desde hacía siglos, quedó hecha añicos en segundos, reducida a polvo. La diferencia de edad entre los dos, casi veinte años, no fue ningún impedimento para sellar su amor y convertirse en marido y mujer un mes después de haberse conocido. Desde entonces, él era inmensamente feliz.
La inminente llegada de Joaquim a la casa Grande había agravado el mal carácter de Anna, que quería que todo estuviera perfecto. Los preparativos la hacían estar más irritable, especialmente desagradable con el servicio; nada estaba a su gusto. Cuando Lali anunció la entrada del carruaje en el jardín, se apresuró a salir a la puerta para recibir a su marido, acompañada por los niños.
_¡Anna! ¡Hijos míos! Que ganas tenía de veros – exclamó Joaquim mientras bajaba del coche de caballos.
_Hola querido, te estaba esperando. Tu ausencia se me ha hecho eterna – se acercó a él con los brazos extendidos.
Joaquim tiró de ella para besarla con dulzura, y se agachó para saludar a Nicolau, después
cogió en brazos a Caterina.
_¡Como habéis crecido! – miró con orgullo a sus dos pequeños.
Anna, que no soportaba las muestras de afecto, acució a Lali y a la ama de cría para que se llevaran a los niños. Él protestó, pero ella replicó, diciéndole que el viaje había sido muy largo y que debía descansar. Joaquim no insistió, y se interesó por saber cómo habían ido aquellos días separados. Antes de ir a hacer, lo que hacía semanas que tenía ganas de hacer, preguntó por Daniel.
_¿Dónde está tu hermano, querida?
_No lo sé. Hace rato que no le veo.
Sin perder más tiempo, Joaquim le propuso algo al oído, y Anna lo cogió de la mano para llevarlo al dormitorio principal.
*****
Hacía bochorno, el sol todavía estaba alto, y el silencio en el exterior de la casa sólo
quedaba estorbado por el sonido de los insectos y el canto de algún pájaro. Marta estaba trabajando en el lavadero, en la parte trasera de la casa. Con Nicolau y Caterina, cada día tenía un montón de ropa para lavar. El sudor le chorreaba por la frente, tenía la lengua seca, y necesitaba un trago de agua para seguir adelante con la colada.
A unos metros, Ramon había atado, a la rama de una higuera, un acuerda con un botijo. Era un
buen invento, porque durante las horas de más sol, cuando se faenaba en el lavadero, se agradecía tener agua potable y fresca cerca. Debajo las enormes ramas del árbol, las criadas también habían dejado algunas sillas, para sentarse y hacer reuniones después del servicio; allí el sol no molestaba, y a última hora de la tarde pasaba una agradable brisa.
Marta se acercó a las sábanas que le tapaban las vista a la higuera, y las apartó con la mano para pasar. Hacía poco rato que las había tendido, pero estaban casi secas. ¡El sol del verano las secaba a una velocidad increíble!
_¡Buenos días! – Daniel la saludó sin levantar la vista de las páginas de un libro; se había instalado debajo del árbol – Este es un buen lugar para leer un libro. Sombra, silencio y… buena compañía.
_Buenos días, señor Richards. No sabía que estaba aquí. He venido a beber un poco de agua.
Él no respondió y siguió con la lectura. El botijo colgaba sobre su cabeza, y aunque Marta estirara los brazos para llegar, era inevitable que lo tocara con los pechos.
_Disculpe… señor Richards, necesito beber agua.
_Haces bien. Hay que beber líquido cuando hace tanto calor – sin dar importancia a la demanda, siguió leyendo, sin moverse de donde estaba.
_Si no se aparta, no alcanzo el botijo – dijo ella irritada.
Daniel la miró por primera vez desde que se habían saludado.
_Marta, en esta vida, cuando quieres algo de verdad, debes hacer lo que sea – al terminar la enigmática frase, volvió a mirar el libro sin apartarse ni un milímetro.
Marta se enojó, y sin probar ni una sola gota, se fue a descolgar las sábanas. Después de guardarlas en la canasta, siguió lavando los pañales con la garganta seca; no estaba dispuesta a restregar sus tetas por la cara de nadie para alcanzar el botijo, y menos por la del señor Richards.
Apartó la vista de los pañales, alzó la cabeza, y se pasó un brazo por la frente sudada. “Mierda, ahora tengo que verlo mientras lavo. Al menos con las sábanas tendidas quedaba fuera de mi vista”, se enfadó con ella misma. Estaba tan ofendida, y tan concentrada lavando, para no mirar hacia la higuera, que ni tan siquiera prestó atención al sonido rítmico y constante que salía de la casa.
La ventana del dormitorio principal daba al lavadero, y durante las horas de más calor se abría con la esperanza que el poco aire que corría por fuera, entrara y refrescara el interior de la habitación. Las criadas la habían dejado abierta cuando habían ido a hacer la cama, a primera hora de la mañana, y Anna no la había vuelto a cerrar al entrar con Joaquim.
A Daniel no le pasaron por alto los gruñidos de su cuñado, que iban en aumento, ni el chirrido de muelles que se unía al sonido de los insectos y los pájaros. Si afinaba el oído, también podía percibir los suspiros ahogados de Anna. Sonrió, imaginándose lo que debían estar haciendo, y colocando un dedo entre las páginas del libro, para no perder el punto, se levantó de la silla y se acercó al lavadero. Apoyado en la pared, a un metro de Marta, hizo ver que seguía leyendo.
_¿Oyes los sonidos que salen de la ventana del primer piso? – dijo despreocupadamente.
Ella lo miró con cara de vinagre, y frotó la ropa con más saña. Daniel insistió.
_Es la bienvenida de mi hermana al señor Dalmau. Ha llegado hace un rato.
Marta siguió lavando. No pensaba darle conversación, a pesar de que moría de ganas de hacerlo. Quería que le quedara claro que estaba ofendida de verdad. Pero Daniel siguió hurgando. Le encantaba jugar con las mujeres, sobre todo si eran tiernas e inocentes como ella.
_¿Eres virgen? – le preguntó de sopetón, para que reaccionara.
_¿Como dice? – no se podía creer que después de lo que le había hecho con el botijo, le preguntara eso. ¿Se había vuelto loco?
_¿Que si has estado con algún hombre? – insistió él.
_¡Eso no es asunto suyo! – dijo en un tono más alto de lo que debía; había llegado al límite de su paciencia.
Daniel apartó la vista del libro y la miró directamente a los ojos.
_La respuesta es sencilla. ¿Sí o no? – pasó de tener una actitud seductora a una actitud intimidante, y consiguió lo que quería. Marta se puso tan nerviosa que, sin saber el por qué, y de forma totalmente involuntaria, respondió con un rotundo “no”.
“Maldita seas Marta. ¿Cómo has podido responder a tal impertinencia?”, pensó ella, mientras valoraba la posibilidad de decir algo más para matizar la respuesta.
De repente el ruido de muelles se paró.
_¡Listo! – exclamó Daniel burleta, y cerró el libro de golpe, sobresaltando una vez más a la pobre Marta. Después desapareció, dejándola en un estado de confusión mental.
*****
Los días siguientes, después del interrogatorio en el lavadero, no fueron fáciles. Cada vez que veía a Daniel, a Marta le revoloteaban mariposas en el estómago. Cuando él la miraba, con sus ojos de color azul profundo, la hacía sentir como una tontaina. “¡Malnacido!”, pensaba ella cada vez que pasaba por su lado, u oía su nombre. La pregunta del lavadero todavía retumbaba en su cabeza, en un eco infinito: “¿Eres virgen?… ¿Eres virgen?… ¿Eres virgen?”. Le entraban ganas de ahogarle, pero cada vez que lo veía, tenía la necesidad imperiosa de tirársele al cuello y llenarlo de besos. Se sentía confusa, y por las noches, soñaba que su bigote dorado le hacía cosquillas y le acariciaba la piel.
_No me puedo enamorar – se repetía con todas sus fuerzas, noche tras noche.
Era demasiado tarde. Era una mariposa más que había caído, sin darse cuenta, en la perfecta y atractiva telaraña de Daniel Richards.
EL LUTO
Una semana más tarde los dos niños se pusieron enfermos. Tenían mucha fiebre y la nodriza y Marta iban de cráneo; no podían contar con Lali, porque el calor parecía haberle puesto más años de los que ya tenía.
El doctor Puig i Gelabert, que también veraneaba en Sitges, acudió a visitar a los pequeños.
_No parece grave, Anna. Sólo debéis procurar que beban mucho líquido. Y también debéis ir controlando la fiebre.
_¿Crees que se trata de un simple resfriado, Enric?
_Efectivamente. Es sólo un resfriado. Paños húmedos en la frente para bajar la temperatura y reposo.
_Gracias otra vez, no sé qué haría sin ti.
_Más vale que no te oiga mi mujer, que se pondrá celosa – dijo el médico con cara cómplice – Por cierto, ¿vendréis tu y Joaquim a la fiesta que hemos organizado para esta noche?
_No me la perdería una de vuestras fiestas por nada del mundo. Pero con el lío de los niños, no sé si esta noche podremos venir…
_Hemos invitado a Santiago Rusiñol, el pintor – dijo él para convencerla – Nos obsequió con uno de sus cuadros y queremos que todo el mundo lo vea.
_¡Soy una enamorada de las pinturas de Rusiñol! Eres un manipulador, Enric… Ahora ya no tengo excusa para no asistir – Anna le alargó la mano para que se la besara y se despidió de él hasta la hora de cenar.
Más tranquila, sabiendo que sus hijos no corrían peligro, subió a la habitación para arreglarse. Mientras acababa de maquillarse y peinarse, Marta entró con un vestido acabado de planchar.
_Déjalo sobre la cama, pero no te vayas. Me ayudarás a abrochármelo. Yo sola no puedo.
Anna se levantó del tocador y, quitándose la bata de seda que llevaba puesta, dejó su delicada ropa interior a la vista. Una lencería que muchas mujeres, incluida Marta, ni tan siquiera sabían que existía.
_¿Te gusta? – le preguntó Anna maliciosamente; sabía que los encajes hacían que su cuerpo fuera como una preciosa obra de arte.
_Es una ropa muy bonita, señora – dijo ella sin atreverse a mirarla descaradamente.
_Me la ha regalado mi hermano, Daniel. Me la compra en sus viajes por Europa – le explicó mientras se ponía el vestido por los pies y la miraba de reojo.
A Marta le pareció extraño que Daniel le comprara la ropa interior a su hermana, pero se reservó la opinión. Ella prefería los obsequios que le hacía su abuelo. No tenían gran valor, ni venían de Europa, pero le llenaban el corazón de alegría. De repente se dio cuenta que su abuelo nunca más podría regalarle nada, porque había muerto hacía apenas unas horas. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
_Abróchame – exigió Anna con autoridad, sin importarle lo más mínimo a qué era debido su estado emocional.
Marta le subió la cremallera y mientras ella se miraba en la luna del espejo del armario, para ver el efecto del vestido, le pareció un buen momento para decirle que debía ausentarse. Disimuladamente se secó las lágrimas, no quería ofrecer un espectáculo delante de su ama.
_Señora Dalmau, mi abuelo ha muerto.
Anna se sentó en el tocador, abrió una caja llena de joyas, y sacó un collar de perlas.
_Lo siento – dijo sin dar importancia a la noticia – ¿Me ayudas a abrocharlo?
Marta le puso la joya y le pidió que la dejara bajar a su casa para velar al difunto.
_Le prometo que volveré mañana, tan pronto como acabe el entierro.
_Marta, me gustaría cumplir tus deseos, de verdad. Pero mis hijos están enfermos y nos hacen falta manos. No creo que sea el mejor momento para abandonarnos.
_Pero señora, ¡mi abuelo ha muerto! – la cortó Marta.
_Ya lo he entendido – dijo Anna irritada por la interrupción – Precisamente por eso no es necesario que vayas. Tu ya no puedes hacer nada por él. En cambio mis hijos sí que te necesitan. ¿Verdad que lo entiendes? En esta casa sólo tenemos trabajando a personas responsables, que saben bien cuales son las prioridades. No me gustaría tener que prescindir definitivamente de tus servicios por un malentendido.
Marta hizo todos los esfuerzos posibles por no llorar. No quería darle ese placer a la pérfida señora Dalmau. Finalmente asintió con la cabeza, dando su conformidad; su familia necesitaba el dinero.
_Así me gusta, eres una chica inteligente. Me encargaré personalmente que envíen flores al cementerio.
*****
Los niños no habían parado de llorar a causa del malestar y la fiebre, y cuando por fin se durmieron, Marta, que estaba agotada, pero sufría insomnio, decidió salir a dar una vuelta por el jardín. Había luna llena y era fácil caminar en la oscuridad. Salió de la casa por la parte trasera, y al llegar a la higuera del lavadero, una lucecita la puso en guardia. Era la punta de un cigarrillo. Alguien estaba fumando en mitad de la noche.
_¿Ramon? – susurró.
_Buenas noches, Marta – la voz de Daniel truncó el silencio.
_Buenas noches – respondió con desgana; no le apetecía empezar una conversación con el Adonis impertinente.
_Pareces disgustada ¿Va todo bien?
Marta notó que le bullía la sangre. Estaba a punto de empezar a llorar, y no quería hacerlo delante de él. Con un nudo en la garganta, salió corriendo; huir de aquel hombre se estaba convirtiendo en algo habitual.
_¡Espera, Marta! – gritó él. Como no se detenía, salió corriendo tras ella y en unas cuantas zancadas le dio alcance. La sujetó por el brazo, obligándole a darse la vuelta – Explícame qué te pasa – le pidió de forma autoritaria.
Incapaz de seguir ocultando sus sentimientos, Marta estalló, sacando todo el dolor y la rabia contenida que llevaba dentro. Entre hipos, le explicó qué le había hecho la señora Dalmau y como la había amenazado, diciéndole que no la volvería a contratar nunca más si iba a velar a su abuelo.
Daniel sintió pena por la chica. Sabía que su hermana podía ser muy cruel si se lo proponía.
_Cuando mis sobrinos estén mejor, y te deje salir, yo mismo te acompañaré a ver la tumba de tu abuelo. Ya no puedo arreglar lo que te ha hecho mi hermana, pero creo que es lo mínimo que te puedo ofrecer – le puso un dedo debajo de la barbilla y le alzó la cara para besarle los labios – No llores más, Marta.
_Señor Richards, yo…
_Llámame Daniel – se apartó de ella y entró en la casa, volviendo a dejarla con la palabra en la boca.
*****
El carruaje de los Dalmau paró delante de la puerta de hierro de la ermita de Sant Sebastià, que daba acceso al lugar donde descansaban eternamente los habitantes de Sitges. El sol estaba a punto de ponerse detrás del cerro del cementerio, y los visitantes hacía rato que se habían ido. Todo parecía desierto.
Daniel dio una propina al vigilante, que estaba a punto de cerrar, y entró con Marta a la
necrópolis. Sortearon los panteones construidos por los veraneantes ricos del pueblo, y se pararon delante de un muro lleno de nichos; donde se enterraba a los pobres. Enseguida localizaron la tumba del abuelo Pere. Fue fácil, porque era la única tupida con ramos y coronas, ya marchitas por el efecto del sol.
“La señora Dalmau ha cumplido con su promesa”, pensó Marta, y se quedó en silencio durante un
buen rato. Después, apartó una de las coronas para leer la inscripción de la lápida. Ver el nombre de su abuelo grabado en la piedra, unido a las noches que llevaba sin dormir, y el agotamiento debido a las duras jornadas de trabajo en la casa Grande, la marearon. Daniel, al ver que ponía mala cara, la cogió por debajo de las axilas evitando que se desplomara. Con firmeza, la acompañó hasta un mausoleo que había cerca.
_Siéntate aquí, Marta. Respira hondo. Mira, así – respiró profundamente, y rítmicamente, para enseñarle cómo lo debía hacer.
“¿Qué hago sentada en una tumba, medio mareada, respirando de forma extraña, delante de este hombre guapísimo?”, pensó. La situación le pareció tan cómica, que a pesar de no estar ni en el lugar, ni en el sitio correcto, no pudo reprimirse y empezó a reír descontroladamente. La risa resonó por el cementerio y se fue apagando hasta convertirse en llanto. No podía parar de llorar, como tampoco había podido evitar el ataque de risa. Se tapó la cara. Le daba vergüenza no poder controlar sus sentimientos, y no quería que él la viera con los ojos rojos.
_No llores – le dijo Daniel suavemente; se sentía cómodo con la situación y se agachó para consolarla. Las palabras dulces, y las caricias sobre las rodillas, la calmaron. Satisfecho por el efecto balsámico que producía sobre Marta, resbaló las manos más arriba, palpando los muslos fuertes y jóvenes de ella. Al ver que no lo rechazaba, se coló más arriba, hasta que las puntas de los dedos tocaron su ropa interior.
Marta no dijo nada, ni tan siquiera se movió. El poder y el control de Daniel, le engendraban deseos pecaminosos. Hizo un pequeño gesto, invitándolo a seguir, y todavía tapándose la cara, notó que él le arremangaba el vestido hasta la cintura. El silencio sepulcral del paraje le dejaba oír el roce de la ropa, el contacto de sus pieles, las respiraciones entrecortadas.
Poseído por una extraña pasión, Daniel desplazó los glúteos de Marta hasta el borde de la tumba, obligándola a estirarse sobre el mármol, de un tirón se deshizo de las bragas, y le besó en vientre hasta llegar a la humedad de su sexo. Ella se estremeció. Con el cuerpo ardiéndole de deseo, se incorporó para dejar el miembro viril al descubierto, y se puso encima para penetrarla. Notó cierta resistencia al principio, pero con la habilidad propia de un amante experimentado, empujó más fuerte y la poseyó. Un pequeño gesto de dolor, casi imperceptible, atravesó la cara de Marta, que todavía se tapaba los ojos con las manos, y Daniel le susurró:
_Ya no eres virgen…
Al oírlo, estiró los brazos hacia atrás y se dejó hacer. La piedra de la tumba se le clavaba bajo del peso del hombre que tenía encima, pero deseaba que él no se detuviera. Miró las nubes mientras él le calmaba las pulsaciones que sentía entre las piernas. Saboreó los bruscos embates con placer inusitado y se excitó con la respiración acelerada de su amante al oído. En pocos minutos, el latido sordo fue llegando al punto álgido, hasta provocarle una sensación indescriptible: acababa de tener el primer orgasmo de su vida. Un segundo más tarde, Daniel emitió un sonido gutural, y se desplomó encima de ella.
La figura de piedra de un ángel los observaba con semblante serio, como si no aprobara que hubieran hecho el amor sobre la tumba que él custodiaba. El cielo ya se había teñido de naranja. Era tarde. Abandonaron el cerro sabiendo que los muertos les guardaban el secreto. Sólo una mancha de sangre sobre el mármol blanco del sepulcro, delataba lo que había pasado.
CAPÍTULO V
Sitges, Agosto de 1907
EL REGRESO
Habían pasado siete años desde la tarde en el cementerio y, cada año, Marta iba a trabajar a la casa Grande con la esperanza de volver a ver a Daniel. El primer verano, sin tener noticias suyas, había sido duro. Necesitaba estar cerca de él, abrazarlo, explicarle las cosas importantes que le habían pasado durante los meses de separación. Pero nada de nada. Daniel no había hecho acto de presencia. Ni el primer año, ni los seis años siguientes.
Marta estaba enamorada, y aunque sabía que era una relación prohibida, no perdía la esperanza que algún día él le enviara una carta, o le diera un mensaje a través de alguien. Por eso, cada verano, interrogaba a las criadas de Barcelona cuando llegaban a la casa Grande. Estaba desesperada, y quería saber qué hacía el señor Richards, cómo se encontraba, si estaba bien… Ellas siempre le explicaban la misma historia: que se iba de viaje a menudo, por Europa, que de vez en cuando visitaba a su hermana y a su cuñado, y que no se había casado; tampoco se había prometido con nadie.
Marta sufría por si algún día los Dalmau ya no la necesitaban más. A pesar que Lali era demasiado mayor para soportar el viaje hasta Sitges, y ella era la encargada de atender a los niños durante el verano, los pequeños se iban haciendo mayores. Nicolau ya tenía nueve años, Caterina siete, y la señora Dalmau no se había vuelto a quedar embarazada. Cada año que pasaba, al no haber más criaturas a las que cuidar, las posibilidades de un rencuentro con Daniel se iban esfumando. ¿Y si no la volvían contratar al año siguiente?
En la cocina, las criadas cotillas comentaban que la bruja, refiriéndose a Anna, todavía era joven para tener hijos y, con malicia, insinuaban que la culpa era de su marido, demasiado viejo para concebir. Ramon, el chófer, se enfadaba cada vez que las oía. Él decía que las escopetas de los hombres no se oxidan nunca: “Listas para disparar tengan los años que tengan”, gritaba cuando iba un poco bebido, y ellas se pegaban un hartón de reír. Al final, el hombre acababa corriendo detrás de las más jóvenes. “¡No huyas! ¡Ven, que te enseñaré como dispara mi escopeta! ¡A ver si así te ríes tanto!”. Por suerte, la edad hacía que se cansara mucho antes de poder levantarles las faldas.
*****
A primera hora de la mañana, se oyó un fuerte estruendo en el camino de entrada a la finca. Alertadas por el ruido, las criadas, que ya se habían levantado y estaban faenando, se apresuraron a llegar hasta la parte delantera de la casa, de donde provenía el ruido.
Un Hispano-Suiza se acercaba a toda velocidad por el caminito de arena, rodeado por una gran polvareda. Se paró en seco delante de la puerta principal y todo el mundo se quedó mudo, a la espera de saber quién manejaba el cachivache diabólico; el conductor llevaba una gorra y unas grandes gafas que le tapaban la mitad del rostro, y era difícil saber si lo conocían o no.
Cuando el hombre bajó, a Marta se le heló la sangre, y le temblaron las piernas, aunque consiguió mantenerse en pie. Daniel Richards había vuelto y estaba exactamente igual que como lo recordaba.
_Buenos días – dijo él levantando la mano y saludando a todo el personal congregado.
Marta no tuvo tiempo de ver nada más, porque Anna apareció de repente y las obligó a volver al trabajo.
_¡Daniel! No te esperábamos… ¿A qué se debe tan grata visita? – preguntó acercándose al vehículo. Daniel la besó, y señaló el coche con las dos manos extendidas.
_Aquí tienes el motivo, hermanita. ¿Te parece bien? – dijo mientras abría la puerta para que viera el interior.
_Es una maravilla. Pero no es ninguna novedad. El doctor Puig i Gelabert vino el otro día a enseñarnos el suyo – dijo con indiferencia.
_¿Te refieres a Enric Puig i Gelabert? – preguntó Daniel incrédulo.
_Sí, el único doctor Puig i Gelabert que conozco; exceptuando a su padre, que en paz descanse – respondió Anna con sorna.
_¡Maldito curandero! Seguro que sólo te quería impresionar. Este hombre hace tiempo que quiere algo más que amistad contigo.
_Mira Daniel, no te diré que no me haya dado cuenta de la excesiva atención que me presta. Pero lo cierto es que él está casado, y yo también – se hizo la ofendida.
_Como si eso fuera un impedimento para cualquiera de los dos.
_¡Me das asco, Daniel! No me iría con él a la cama ni que me fuera la vida en ello. Aún menos a cambio de que me enseñe su coche – Anna cerró la puerta del vehículo con un golpe seco y entró en casa.
Daniel la observó riéndose por lo bajo. Le gustaba hacerla enfadar.
*****
Por la noche Marta no podía dormir. No paraba de dar vueltas a la posibilidad de hablar con Daniel, a solas. Verlo después de tantos años la había dejado estupefacta, pero necesitaba explicarle qué había pasado durante todo aquel tiempo. Tenía que decirle que la tarde de hacía siete años, en el cementerio, le había cambiado la vida para siempre. Que el momento de pasión entre los dos, sobre la tumba, había germinado dentro de su vientre. Y que nueve meses más tarde, había dado a luz un niño, al que había querido llamar Daniel. Al final no lo había hecho, para no disgustar a su madre. “Este hombre sólo te traerá desgracias”, le repetía constantemente la pobre mujer. “No quiero que mi nieto se llame como él”. Cansada de oírla, Marta le había puesto el nombre de Pere, en recuerdo a su abuelo, el cual, en cierta manera, había estado presente mientras lo engendraban.
Unos golpes en la puerta la distrajeron de sus pensamientos, y saltó de la cama lo más rápido que pudo; no quería que el ruido despertara a su hijo, que dormía plácidamente. Al abrir, se topó con la presencia imponente de Daniel. Verlo tan de cerca la hizo retroceder, y él lo aprovechó para avanzar dentro de la habitación, al mismo tiempo que le ponía el índice sobre los labios para que no hablara.
_Señor Richards… yo… – dijo con un hilo de voz.
_Llámame Daniel – la cortó él, en voz baja.
_Daniel… ha pasado mucho tiempo – se miró los pies avergonzada. No sabía cómo explicarle que había sido madre. De hecho, no sabía cómo explicarle que él había sido padre. Tenía miedo que la riñera por no haberle dicho nada durante tantos años. Tenía miedo que la rechazara. Estaba tan nerviosa, que no sabía por dónde empezar. Optó por no decir nada y miró en dirección a la cama, donde Pere dormía ajeno a todo lo que estaba sucediendo, ignorando que su padre estaba allí.
Justo en ese instante, Daniel se percató de la presencia del niño.
_Se llama Pere – dijo Marta con la voz más tranquila que pudo – Y es tu hijo… – con el corazón en un puño, esperó alguna reacción, mientras él permanecía quieto, contemplando al pequeño.
_Explícame qué pasó, y por qué está el niño aquí, contigo – se sentó a los pies de la cama, atento a lo que ella tenía que decirle.
Ella le relató su desesperación al saber que estaba embarazada. Cómo su madre y su hermano la ayudaron, haciendo frente a la hostilidad de la gente del pueblo al haberse quedado embarazada de “vete a saber quién”. También le explicó que cada verano trabajaba en la casa Grande, y que el resto del año vivía sola, con su hijo, en la pequeña casa de pescadores de su abuelo. Àngel, su hermano, se había ido a Barcelona, porque en el pueblo ya no había futuro. Y su madre, había muerto de una pulmonía mal curada hacía un par de años. Se mantenía gracias al dinero que ganaba trabajando para los Dalmau.
Daniel le hizo una sola pregunta:
_ ¿Alguien más sabe que el niño es hijo mío?
_Sólo lo sabía mi madre. Ni tan siquiera se lo conté a mi hermano. Él te hubiera matado – dijo con solemnidad – No tengo amigas. Y tampoco he explicado mi historia a nadie del servicio, porque no me puedo jugar el puesto. La señora Dalmau no me volvería a contratar si supiera la verdad. Les he dicho a todos que Pere es hijo de mi hermano, y que me considera su madre porque me hice cargo de él nada más nacer.
Daniel se quedó más tranquilo con la explicación.
_Mañana por la noche quiero que vengas a mi habitación. Que no te vea nadie. Y evidentemente, ven sin el niño – se levantó para dirigirse a la puerta. Antes de salir añadió – A esta misma hora – y desapareció silenciosamente.
Marta quedó desconcertada. Quería que fuera a su habitación a… ¿hablar?. La actitud de Daniel era extraña, pero estaba segura que lo que necesitaba era digerir todo lo que le había contado. Él era buena persona. Se lo había demostrado años atrás, reconfortándola en horas bajas, acompañándola al cementerio… Había sido dulce y atento con ella. Y ahora, sabía la difícil situación a la que se enfrentaba: estaba sola, con un hijo a quién mantener, y un trabajo que le servía únicamente para subsistir. No tenía ninguna duda que al día siguiente, por la noche, él le ofrecería ayuda y le diría que se hacia cargo del niño, al menos económicamente.
Con esta idea en la cabeza, sintió un pellizco de felicidad en su corazón y se quedó dormida.
TENEMOS QUE HABLAR
Cuando Pere se durmió, Marta rebuscó entre sus cosas para encontrar su mejor camisón. Todos estaban muy viejos, y se puso el más nuevo. Después, con cautela, salió de la habitación sin hacer ruido, de puntillas, para no despertar a su hijo.
Tenía miedo que alguien la viera, o aún peor, que la señora Dalmau la pillara entrando en el dormitorio de su hermano. Pero a pesar del temor, su determinación era firme. Debía verlo y hablar con él; sentía un nudo en el estómago al pensar que podía volver a desaparecer de su vida para siempre. La mañana se le había hecho eterna y la tarde le había parecido aún más larga. Durante todo el día había deseado que llegara la noche para encontrarse con Daniel y recuperar el tiempo perdido con él. Silenciosa como una serpiente, atravesó la planta principal y llegó hasta las escaleras que conducían al primer piso. Las miró con la sensación de estar a punto de escalar una montaña. Respiró profundamente y empezó a subir. El tercer peldaño chirrió, cortándole la respiración. Inmóvil, esperó. Aún podía salir corriendo si la situación lo requería. Pasados unos segundos no oyó nada y siguió adelante. El corazón le latía con fuerza. Llegar hasta donde estaba él era un deporte de riesgo, pero finalmente llegó a la cima. Se paró delante de la puerta del dormitorio con el pulso acelerado. Dudaba si llamar o entrar directamente. Si llamaba, alguien la podía oír. Y si entraba sin avisar, Daniel se podía enfadar. Decidió que era mejor que él se enfadara que no que alguien la descubriera. Giró el pomo y entró de golpe.
Respirando pesadamente cerró la puerta a sus espaldas. Daniel la observaba desde la cama. Sólo llevaba unos pantalones e iba sin camisa. Verlo semidesnudo, a la luz de una vela, le avivó viejos recuerdos. Por unos instantes recordó, y sintió, su cuerpo masculino embistiéndola contra el mármol de la tumba. Se le puso piel de gallina.
_Veo que eres una chica obediente. Pensaba que no vendrías – Daniel se levantó lentamente para acercarse. No tenía prisa.
Cuando lo tuvo cerca, Marta olió su colonia, mezclada con un ligero aroma a alcohol. Se había arriesgado a ir hasta allí con la esperanza que él quisiera hablar de Pere, y arreglar la situación, pero parecía tener otras intenciones. Daniel quería jarana. Le cogió los pechos con las dos manos, acorralándola contra la puerta; a esa distancia el olor a alcohol era más evidente. Había bebido.
_Señor Richards, quiero decir Daniel, no he venido para esto – intentó controlar la situación. Estaba asustada. No se esperaba ese recibimiento.
_Ah, ¿no? ¿Pues a qué has venido? – le respondió él mientras la apretaba con más fuerza contra la puerta y la sobaba.
_¡A hablar de Pere! – Marta lo empujó, deshaciéndose del aprisionamiento al que la estaba sometiendo, y aprovechando el momento de confusión, se agachó y le pasó entre las piernas.
Daniel se dio la vuelta para mirarla.
_Eres rápida, ¿eh? Hablaremos de Pere – dijo en tono convincente – Pero antes, quiero volver a probarte. ¿Tan raro te parece?
A Marta sus palabras le parecieron sinceras.
_Lo siento Daniel. Sólo es que… No me lo esperaba. Soy una mema. ¿Cómo he podido dudar de tus intenciones?
_Continuas siendo igual de tímida e inocente que cuando te conocí. Esto me pone muy caliente – dijo con la voz pastosa a causa de la cantidad de alcohol que había ingerido. Se acercó de nuevo a ella; esta vez Marta no se apartó. Le puso la mano por debajo del camisón y apartó la tela que había entre sus muslos, para frotarle el sexo con los dedos. Cuando le quedaron mojados, paró, y se quitó la poca ropa que llevaba puesta. Desnudo, la abrazó, apretando el pene erecto contra ella. Bajó las manos por la espalda, y al llegar al culo, palpó todos los agujeros y pliegues que encontró.
Marta sintió un latido sordo en la parte baja del vientre. Deseosa de tenerlo dentro, se echó en la cama para recibirlo. Pero él le tendió la mano para que se levantara, y una vez de pie, le apartó el pelo, y le mordió el cuello, erizándole el vello. Después, le dobló el cuerpo, obligándola a poner las manos sobre el colchón. Marta quedó en una postura vulnerable, expuesta, a punto para ser poseída. Sin más preliminares, Daniel hizo chocar violentamente su pelvis contra las posaderas, y la penetró con un golpe seco. Ella, con la cabeza gacha, sólo vio que sus pechos se balanceaban al compás de las arremetidas, fuertes y contundentes, y él se excitó tanto, que la cogió por los pelos, obligándola a mirar hacía el frente. Estaba sometiéndola completamente a su voluntad, montándola como un jinete. Cuando estuvo a punto de eyacular, sacó el pene, se ordeñó con la mano libre, con la que no sujetaba la crin, y dejó caer el líquido blanco y caliente sobre los cachetes de su yegua.
_Esto sólo ha sido un aperitivo – soltó el pelo para esparcir el semen con las dos manos, deleitándose con el brillo que adquirían las nalgas de Marta al ser embadurnadas. A continuación, la cogió de la cintura, y como si se tratara de una muñeca, la tendió sobre la cama.
_Daniel, ¿qué haces? – susurró con la respiración entrecortada.
Él la miró sonriente, con la cabeza entre sus piernas, y ojos de fechoría. No contestó, sólo se pasó la lengua por los labios.
_¿Qué haces? – volvió a repetir Marta inquieta.
Iba a formular la pregunta por tercera vez, cuando Daniel se sumergió entre sus pelos púbicos y la exploró con la lengua.
_Dan… Qué… – dejó escapar un suspiro.
Él le acarició la carne y las protuberancias, sujetándole las caderas, e insistiendo con lengua ávida en los puntos que conseguían arrancar gritos de placer.
Las sensaciones que hacía años que Marta tenía olvidadas hicieron crecer una bola de fuego dentro de su vagina que, en pocos minutos, se convirtió en una corriente eléctrica que la sacudió. Resoplando, empujó la cabeza de él entre sus piernas, y no la soltó hasta quedar satisfecha del todo.
Con los ojos cerrados intentó asimilar qué había pasado.
_Mañana quiero que vengas a la misma hora. Ahora debes irte – dijo Daniel sin delicadeza, y abrió la puerta del dormitorio invitándola a salir.
Marta se fue con una sonrisa dibujada en los labios. Al día siguiente volvería a ver a su amor, a escondidas, y entonces hablarían de Pere.
Ya en su habitación, se echó en la cama, al lado de su hijo, cerró los ojos, y se durmió.
*****
El personal estaba atareado. La casa debía estar lista cuando llegaran los invitados de los señores Dalmau, a media tarde. Anna había insistido que se sirviese la cena con los cubiertos de plata, y las sirvientas hacía rato que estaban en la cocina intentando que quedaran limpios.
Marta era la encargada de planchar y lavar la ropa sucia. Por eso iba haciendo viajes de la cocina al lavadero y del lavadero a la cocina. En uno de éstos, vio que había dos personas debajo de la higuera. Daniel estaba hablando con una de las criadas, Mercè. Ella había entrado a trabajar en casa de los Dalmau, hacía dos veranos. Era una chica un poco más joven que Marta, y se conocían desde que eran pequeñas. En el pueblo, Mercè, no tenía demasiada buena reputación; tan pronto le crecieron los pechos, empezó a coquetear con todo aquel que se movía y llevaba pantalón.
Marta tuvo un mal presentimiento, y se escondió en un rincón del patio para espiarlos. Podía ver todo lo que hacían pero sin ser vista: Daniel le dijo algo y Mercè soltó una risilla, bajando la cabeza para hacerse la tímida. Después alargó el brazo para tener contacto con él. La distancia entre los dos era muy corta. Él la cogió por la barbilla, en un gesto afectuoso, y le dijo algo más. Sólo podía ver como abrían y cerraban la boca, pero no oía ni una sola palabra de lo que decían. La criada volvió a reírse y se acercó más a Daniel. Con horror, Marta vio que él la sujetaba por la cintura. También reía. Intercambiaron algunas palabras más y Mercè entró en la casa. Fue entonces cuando Marta decidió salir de su escondite, haciendo ver que acababa de llegar al lavadero.
Al verla, él la saludó desde la higuera, alzando el brazo. Ella le devolvió el saludo, con la cabeza dándole vueltas: Daniel le había prometido que hablarían de Pere, pero cada noche hacían el amor con tanta urgencia, que a veces ni tan siquiera se dirigían la palabra. Al acabar, siempre le decía que era muy tarde y la mandaba a dormir. Lo había visitado casi cada noche desde que había llegado a la casa Grande, en cambio, durante la última semana, él no se lo había vuelto a pedir. ¿Tendría algún lío con Mercè? El enfado se fue apoderando de ella, y tan cabreada estaba, que no se percató que él se había acercado hasta el lavadero.
_Esta noche. ¿A la misma hora? – le dijo bajito al oído.
_¿Y si no quiero venir? – contestó Marta fregando la ropa con más ímpetu; quería demostrarle que no estaba de humor.
_Tengo una sorpresa para ti. Esta noche descubrirás cosas que ni te imaginas – insistió con voz seductora.
_No vendré – dio un golpe a los pantalones que estaba fregando, como si fueran las piernas de él.
_No te pido que vengas, te ordeno que vengas – la voz se tornó gélida y autoritaria. A Marta le recordó el tono de voz que utilizaba la señora Dalmau con el servicio, y aún se enfureció más.
_¡Te he dicho que no vendré! – exclamó; aunque sonó poco convincente.
_Nos vemos esta noche – dijo con media sonrisa. Sabía que Marta acudiría a la cita. Él siempre dominaba la situación.
*****
A la misma hora de siempre, Marta fue a la habitación de Daniel, maldiciéndose por haberse dejado manipular una vez más. ¡Como lo odiaba! Conseguía siempre lo que quería. Era imposible decirle que no. Aunque estaba dispuesta a no dejarse llevar por deseos libidinosos. Había decidido que si aquella noche él no estaba dispuesto a hablar sobre Pere, no disfrutaría con su cuerpo. Antes de abrir la puerta del dormitorio se detuvo, le había parecido oír una voz femenina que provenía del interior. Pero al no volverla a oír, supuso que habían sido imaginaciones suyas, y giró el pomo. La sorpresa fue mayúscula: Daniel no estaba solo.
Marta observó la escena atónita, muda. Mercè iba vestida con una corpiño brocado (que valía más que el sueldo de criada de todo un año), y se había dejado el pelo suelto. En la mano sostenía una copa de cava. Apoyada en el cabecero de la cama, la chica la miró como si fuera una intrusa, con aires de superioridad, sorbiendo el líquido burbujeante. Daniel llevaba puesto un batín de seda, y era más que evidente que debajo no llevaba nada más.
_Bienvenida, Marta – la saludó él, acercándose a la cubitera para servir otra copa – Entra, por favor. No te quedes en la puerta. ¿Un poco de cava? – le alargó la copa.
_¿Qué significa todo esto? – preguntó Marta pasando de largo de la bebida.
_¿Estás enfadada? Tienes razón de estarlo. He sido poco considerado al ofrecerte el cava sin explicarte por qué esta noche tenemos compañía – hizo una pequeña pausa para tantear su reacción y siguió hablando – Mercè es la sorpresa de la cual te he hablado esta mañana. No te lo tomes a mal, sólo quiero que nos lo pasemos bien, como siempre.
Marta se sentó en una silla que había al lado de la mesa con la cubitera. No sabía qué decir. La había pillado por sorpresa. Aún lo estaba asimilando, cuando él acabó de hundirla.
_Marta, quiero que te pongas esto – le mostró un corpiño idéntico al que llevaba Mercè, pero en otro color – Déjate el pelo suelto.
Mercè se levantó de la cama, y dejando la copa sobre la mesita, rodeó a Daniel con los brazos.
_Venga Marta, no seas así mujer… que nos lo podemos pasar muy bien los tres juntos – pasó la mano por debajo del batín provocando una erección.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Marta se levantó con la cara encendida por la ira. No se podía creer lo que le estaba pasando, y empezó a escupir veneno por la boca.
_¡Sois unos degenerados! ¿Os pensáis que soy una cualquiera? – dijo arrastrando cada una de las palabras – Y tu Daniel, ¿Piensas que soy tan mema que haré todo lo que pasa por tu mente depravada? ¿Crees que soy una fulana? – chilló histérica, en un tono demasiado alto para el lugar y la hora que era.
La reacción violenta y beligerante de la dulce y comprensiva Marta hizo perder la calma a Daniel, pero haciendo un esfuerzo, volvió a recuperar su habitual aire de gentleman inglés.
_Haz el favor de no subir tanto la voz. No era mi intención ofenderte. Simplemente quería pasar un rato divertido. Como lo hacemos cada noche – el tono pausado y la justificación, pareció calmarla, pero entonces intervino Mercè.
_Aunque yo y Daniel nos lo pasamos muy bien solos, creí que podríamos pasarlo mejor si probábamos los tres. Él me explicó que estabas muy receptiva a todas las novedades. No te enfades Marta, sólo piensa en nuestro placer.
A Marta le empezaron a caer lágrimas por la cara, y dándose cuenta de la catástrofe que acababa de provocar, Daniel miró a Mercè con desaprobación. Lo que pretendía ser una explicación para fumar la pipa de la paz, acabó causando el efecto contrario.
_¡Sois unos monstruos! ¡Me dais asco los dos! – Marta los miró con furia y soltó dos preguntas – ¿A ella también le has hecho un hijo? ¿Le has explicado lo nuestro en el cementerio?
_Cállate Marta, no sigas – le ordenó él sin contemplaciones.
Demasiado alterada para callar, siguió con el discurso lleno de odio y resentimiento.
_Me sedujiste, me hiciste un hijo. Y después de siete años, vuelves como si no hubiera pasado nada y me posees siempre que quieres…
_¡Cállate, Marta! – alzando la voz, Daniel dio un paso hacia ella.
_¡¿Y ahora quieres que te comparta con esta fulana?! ¿Nos quieres follar a las dos a la vez? –chilló fuera de si.
Daniel levantó la mano y le dio una bofetada, haciéndola callar de golpe. La habitación quedó en silencio, y a Mercè se le borró la sonrisa de la cara, mientras miraba la escena desde un rincón.
Marta se tocó la mejilla, mirando a su agresor con ojos de miedo. El golpe le había hecho recuperar la cordura.
_Mercè, coge tus cosas y vete. No hace falta que te cambies. Mañana guarda el corpiño en el armario cuando vengas a hacer la cama. Intenta no hacer demasiado ruido al salir, no quiero que nadie se despierte, si es que no lo han hecho ya con los gritos de esta loca – abrió la puerta y la chica salió a toda prisa de la habitación.
_Marta, Marta, Marta… has sido una chica muuuuuy mala – dijo con voz pausada y con un punto de malicia. Jamás había utilizado un tono tan inquietante para dirigirse a ella.
Con la mejilla y el alma doloridas, Marta lo miró con miedo, deseando poder salir por la puerta que acababa de cerrar. Se le pusieron los pelos de punta. Acurrucada en un rincón, tuvo un mal augurio.
_Lo de Pere era un secreto entre nosotros dos. ¿Recuerdas? Sólo tu y yo. Ahora también lo sabe Mercè. Te tendré que castigar – se acercó a ella con gesto amenazante.
Marta se apocó. No quería tenerlo cerca. No quería que la tocara. Lo odiaba. La había pegado. El Daniel dulce, atento, y seductor, que conocía, había desaparecido. La persona que se le acercaba desprendía maldad. Asustada, retrocedió.
_No, no, no, no… no huyas, Marta. Debes pagar por lo que has dicho, y por lo que has hecho. Me has estropeado la noche – dijo suavemente, acariciándole lentamente la mejilla que había abofeteado – ¡Desnúdate!
Atemorizada, Marta intentó escapar, pero él fue más rápido y la cogió del brazo.
_No tan deprisa, chica. Cuando acabes de pagar por lo que has hecho podrás salir.
_¿Y si no quiero hacer nada? ¿Qué me harás?¿Me volverás a pegar? – le dijo desafiante, en un último intento por parecer fuerte.
_De ninguna manera, querida – respondió él con una risotada burleta – Eres demasiado guapa, y no quiero estropearte la cara. Pero sería una pena que los señores Dalmau prescindieran de tus servicios, y no pudieras encontrar ningún otro trabajo a causa de las malas referencias.
Marta encajó el golpe bajo. Era un insecto atrapado en su telaraña. El Daniel que había conocido no existía. Era un personaje inventado por el monstruo que tenía delante, el auténtico Daniel Richards. Mientras se quitaba la ropa, las lágrimas empezaron a caerle otra vez por las mejillas.
Él se abrió el batín, mostrándole la erección.
_Arrodíllate y póntela en la boca – le empujó la cabeza hasta que sus labios tocaron el pene –Abre la boca y lámelo – le ordenó.
Con la boca llena, Marta suplicó que parara. Pero él no lo hizo.
_Así me gusta. Lo haces muy bien. ¿Ves que cuando quieres eres una chica obediente? Seguro que Pere estará orgulloso de su madre – empujó hasta el fondo de la garganta, produciéndole arcadas, y la agarró del pelo – Ponte sobre la cama. De rodillas. Con la cara contra la almohada.
Ella obedeció.
_No quiero que grites. Si te duele, te tapas la boca. No podemos hacer ruido.
Marta se giró para mirarlo.
_¿Qué quieres decir con “si te duele”? – notó que el pene palpándole el ano, y entendió lo que pretendía hacer – ¡No, Daniel, no! – dijo con desesperación, revolviéndose para evitar que la sodomizara.
Sin ningún tipo de remordimiento, él la inmovilizó.
_Quédate quieta o Pere pagará las consecuencias de tus actos – la asió de las caderas y, recolocándola, le separó los cachetes.
Marta siguió implorando compasión, con las pocas lágrimas que todavía le quedaban resbalándole por la cara. Él no se echó para atrás. Se introdujo dentro del agujero inexplorado con brusquedad, haciéndola retorcer de dolor, disfrutando con los gritos ahogados cada vez que arremetía contra ella. La sensación de dominio y poder era máxima. Lo excitaba. Después de eyacular, la dejó libre.
Sintiendo un escozor insoportable en el culo, que pensaba que no desaparecería nunca, Marta se dejó caer en posición fetal sobre la cama. Sin lágrimas, las había derramado todas, recordó las palabras proféticas de su madre:“Este hombre te destrozará la vida”.
_La semana que viene, cuando te hayas recuperado, vendrás otra vez a mi habitación. Espero que para entonces, demuestres un poco más de consideración con Mercè – dicho esto, le pasó la ropa para que se vistiera.
Marta no volvió a la habitación de Daniel nunca más. Aquella misma noche hizo las maletas y huyó con su hijo. Jamás volvió a Sitges.
CAPÍTULO VI
Barcelona, Abril de 1912
UN SUSTO PASADO POR AGUA
Caterina hacía días que releía la carta que Daniel le había enviado hacía unas semanas. Su tío le explicaba que se encontraba bien, y que estaba en Southampton, Inglaterra. Según su correo, tenía pensado hacer un viaje hasta Nueva York; el diez de abril embarcaba rumbo al nuevo continente. También se disculpaba porque no podría estar con ella el día de su cumpleaños, el veintitrés de aquel mismo mes. Como compensación, le prometía traerle un maravilloso regalo a su vuelta.
Al recibirla, se había puesto triste. Sentía auténtica devoción por su tío, y no soportaba pasar un aniversario sin él. Pero después de llorar como una madalena durante horas, el disgusto fue desapareciendo, y empezó a imaginar qué podía ser el precioso regalo que él prometía traerle. ¡Y por fin había llegado el gran día! Daniel hacía meses que viajaba por Europa, y estaba a punto de llegar a Barcelona. Tenía muchas ganas de verle.
Mientras se vestía en su habitación, recordó el susto que había tenido toda la familia una semana antes de su cumpleaños. Aquel día se habían despertado con una trágica noticia: el Titanic, el barco en el que Daniel navegaba, había naufragado en alta mar. Según el periódico, había entre mil quinientas, y mil ochocientas víctimas. Joaquín enseguida había hecho gestiones para saber si su cuñado se contaba entre los desaparecidos, y Anna había sufrido un ataque de ansiedad. Después de horas de angustia, sin tener noticias (ni buenas, ni malas), habían recibido un telegrama urgente: Daniel se encontraba sano y salvo, en París.
Caterina apartó esos pensamientos de su mente, la ponían más nerviosa de lo que ya estaba, y se contempló en el espejo del armario, moviendo las caderas a lado y lado para ver el efecto del vestido. Se palpó los pechos con disgusto, todavía eran demasiado pequeños para marcarse a través de la tela. Tenía ganas de ser mayor, ir a fiestas, y ponerse trajes de noche, como los que lucía su madre cuando iba al Liceu. No quería ser una niña.
Al salir del dormitorio, su padre, que estaba sentado en una silla del comedor, se puso de pie para admirarla.
_¡Dios mío, Caterina! ¡Estás hecha toda una señorita! – se le llenaron los ojos de lágrimas de emoción. Su hija había heredado la belleza de Anna, pero una belleza más inocente, más pura, más delicada.
_¡Gracias, padre! – dijo Caterina dando saltitos para acercarse a él y abrazarlo.
_Anna, querida… ¿Has visto que guapa está nuestra Caterina?
Anna, que acababa de entrar por la puerta y contemplaba la escena, miró a su hija e hizo una sonrisa de compromiso.
_Querido, debería empezar a dar instrucciones al servicio para que lo dejen todo listo. Los invitados están a punto de llegar ¿Te parece bien, Joaquim?
Caterina no se inmutó cuando su madre desapareció para acabar de organizar el evento familiar, estaba acostumbrada a sus desaires; jamás había sido ni dulce, ni afectuosa. Dentro de su cabeza, sólo había sitio para Daniel, su tío. ¡Estaba tan feliz!
De repente se oyó el timbre de la puerta.
_¡¡¡Es el tío, es el tío, es el tío!!! – vociferó dando saltos de alegría, y salió disparada hacia la puerta, avanzando a Lali, que iba por el pasillo con paso lento y cansado.
_Caterina, espera… ¡No abras! Primero tengo que mirar a ver quién…
Antes que la criada pudiera decir nada más, Caterina abrió la puerta.
_Son los padrinos – dijo para tranquilizar a Lali, que todavía estaba a unos metros de la entrada.
_Buenas tardes, Caterina – la saludaron el doctor Puig i Gelabert y su esposa – ¿Cómo es que nos tienes que abrir tu la puerta, preciosa? ¿Tenéis al servicio enfermo?
_No doctor, no… – respondió Lali resoplando y apartando a Caterina del medio – Esta jovencita, que está demasiado nerviosa para dejar que yo llegue antes que ella – hizo pasar al matrimonio y les cogió los sombreros y las chaquetas.
_Te veo algo decepcionada, cariño. ¿Es que no querías que viniéramos a tu fiesta? – dijo Núria, la esposa del doctor.
_Pues claro que sí, madrina. Me hace mucha ilusión que estéis aquí – mintió Caterina – Sólo es que pensaba que era mi tío…
_Claro, siempre es una alegría volver a ver a alguien que ha resucitado de entre los muertos –apostilló Enric. Núria le dio un codazo para que se callara.
_Pueden pasar. Los señores Dalmau les esperan – la vieja sirvienta les acompañó hasta el salón.
*****
El reloj marcó las cinco de la tarde, Daniel todavía no había llegado, y Caterina se estaba impacientando. Sus padres mantenían una conversación con el matrimonio Puig i Gelabert.
_Así, ¿Cómo fue eso del naufragio? – preguntó Núria con especial interés – ¡Que susto! Creer que tu hermano se ha ahogado… No quiero ni pensar lo que debiste pasar durante todas aquellas horas de incertidumbre, Anna.
_Daniel es un hombre con suerte – dijo Joaquim, para quitar importancia al asunto.
_Y tanto que es un hombre con suerte… ¡Tu cuñado no está casado! – dijo Enric, riéndose de su propio chiste. Al ver que nadie más lo seguía, se disculpó – Continúa, no te quería interrumpir, Joaquim.
_Según nos explicó, no llegó a embarcar en el Titanic. Un millonario Inglés que él conocía, un tal Lord Drake, estaba empecinado en hacer el viaje inaugural. Y como no le fue posible encontrar billetes en primera clase, ofreció mucho dinero a Daniel a cambio del suyo. Gracias a este giro del destino, mi cuñado se libró de una muerte segura.
_Lord Drake está entre las víctimas del naufragio – añadió Anna.
_Podría ser el cuerpo de Daniel el que ahora descansara eternamente en las profundidades del océano Atlántico, ¡Que horror! – remató Núria.
Nicolau los escuchaba taciturno. Era un chico muy reservado, de mirada triste e inquietante; sólo hablaba cuando le preguntaban, y nunca se podía saber en qué estaba pensando. Caterina no tenía una relación demasiado estrecha con él. No se sentía cómoda cuando su hermano estaba cerca. Alguna vez lo había pillado espiando al servicio. Cuando él se había dado cuenta que lo había descubierto, desaparecía entre las sombras. Durante el verano, en la casa Grande de Sitges, se paseaba por el jardín intentando cazar animales, y cuando lo conseguía, los torturaba durante horas. Una vez, Caterina se escondió detrás de un árbol para saber qué hacía y, con espanto, vio como amputaba las alas, y una pata, a un pajarito. Era la única vez que lo había visto sonreír y feliz. Nicolau le daba miedo.
_Caterina, ¿Por qué no nos tocas alguna pieza musical al piano? – propuso Núria.
Ella, para no parecer descortés, se sentó delante del instrumento y se concentró en la primera partitura que encontró. La música de Beethoven empezó a sonar.
_¿Quién soy…?
Unas manos taparon los ojos a Caterina, que se dio la vuelta y saltó del taburete lanzándose a los brazos de Daniel. Él la cogió en el aire y la hizo girar.
_¡Te he echado de menos! – dijo Caterina con una sonrisa de oreja a oreja.
_¡Yo también! – le dio un beso en la mejilla y la dejó en el suelo – Te he traído el regalo que te prometí. No ha podido ser de Nueva York, pero espero que te guste. Lo he comprado en París, en una de las mejores tiendas que hay.
_¡¿Qué es?!¡¿Qué es?! – preguntó emocionada, aplaudiendo y dando saltitos.
_Es un poco grande. He pedido a dos forzudos que me ayuden a trajinarlo. Lali, hazlos pasar.
Dos hombres fornidos entraron en el piso, transportando un objeto voluminoso tapado con una gran tela.
_¿Dónde quieres que pongan eso tan grande, Daniel? – dijo Anna malhumorada, rompiendo el encanto del momento.
_Como es para Caterina, en su dormitorio estaría bien. ¿No crees?
Todos, menos Nicolau, siguieron a los forzudos hasta la habitación, para saber qué era el regalo misterioso.
_En aquel rincón – señaló Anna.
Los hombres, sudando por el esfuerzo, dejaron la sorpresa sobre la mesa que les había indicado la dueña, y soltaron un suspiro de alivio al soltarla. Daniel les dio un billete de propina y se marcharon contentos.
Caterina se estaba concomiendo para saber qué se escondía detrás de la tela.
_¡Tachán…! – exclamó Daniel tirando de la tela y dejando una impresionante casa de muñecas al descubierto.
Anna y Núria dieron un grito de exclamación y se acercaron para observar la obra de arte. ¡No le faltaba el más mínimo detalle! A través de las pequeñas ventanas se veían los diminutos muebles de madera tallada que llenaban las habitaciones. Un juego de porcelana, con tazas del tamaño de la uña del dedo meñique, decoraban una de las vitrinas. Del techo colgaban lámparas de cristal en miniatura. Y las escaleras estaban cubiertas por una pequeña alfombra, exquisitamente tejida.
_Caterina, ¿No te gusta el regalo? – preguntó Joaquim, viendo que su hija no decía nada.
Para romper con el incómodo silencio que se había creado, Anna propuso que todos pasaran al comedor.
_Lali es una cocinera excelente. No puedo esperar a probar lo que nos ha preparado – dijo Enric. Él y Núria siguieron a los anfitriones, dejando a Daniel y su sobrina a solas.
_Caterina, princesa, ¿No te gusta mi regalo?
_Sí… – dijo Caterina, sinceramente avergonzada por como había actuado – Solo es que me esperaba que… – nerviosa, se retorció los dedos de las manos, sin saber expresar lo que sentía.
_¿Qué es lo que te esperabas, Caterina? – estaba intrigado.
_Pues… No me esperaba este regalo… ¡Ya he cumplido doce años, tío! – dijo exasperada por la poca sensibilidad que él había demostrado tener. Daniel cada vez estaba más desconcertado – Ya no soy una niña, y me has regalado un objeto para niñas. ¡Soy casi una mujer! – le aclaró.
_Entiendo lo que quieres decir… No sé como he podido ser tan necio, haciéndote entender que todavía eres pequeña – la cogió de la mano y la hizo sentarse en la cama. Él se sentó a su lado –Caterina, tu sabes que eres mi princesa, ¿verdad?
_Sí – asintió con la cabeza , atenta a lo que le iba a decir.
_Cuando vi esta casita de muñecas, no pude resistirme a comprártela. Y precisamente porque ya no eres una niña, te la compré. ¿Crees que una niña podría jugar con las pequeñas figuras del interior? ¿Crees que una niña podría tocar los delicados objetos que hay sin romperlos? – Caterina respondió negativamente a las preguntas – Te he comprado esta preciosa casa porque eres mi princesa, porque te quiero, y porque no te puedo comprar un palacio, que es lo que se merece una señorita como tu. ¿Lo entiendes?
_Sí – dijo ella con un hilo de voz – Es que yo sólo quiero que me trates como a una mujer… Quiero ir al Liceu, quiero ir a fiestas. ¡Quiero ser mayor!
_Mira – dijo él en tono paternal – Haremos una cosa. Cuando cumplas quince años, te prometo que te llevaré al Liceu y a fiestas. También te dejaré probar tu primera copa de cava. ¿Cómo lo ves? – dijo con una sonrisa seductora.
_¡Pero si todavía faltan tres años! – protestó Caterina.
_¿Aceptas o no? – Daniel se puso serio.
_De acuerdo… – Caterina se resignó a esperar – Pero no creas que olvidaré lo que me has prometido.
_Siempre cumplo mis promesas – sonrió de nuevo – Vamos a reunirnos con los invitados. Te deben echar en falta – se levantó de la cama y fue hacia la puerta para salir.
_¡Espera, tío! – Caterina corrió para abrazarlo – La casita de muñecas es un regalo precioso. ¡De verdad!
Aferrada a él, se sintió la niña más afortunada del mundo.
*****
En la mesa, todos escucharon las aventuras de Daniel por Europa. Núria no paraba de coquetear y preguntarle lo primero que se le pasaba por la cabeza para llamar su atención; él hacía ver que no se daba cuenta. Mientras tanto, Anna no podía quitarse de encima a Enric, que no paraba de ponerle la mano sobre el brazo, a la más mínima ocasión, resistiéndose de ponérsela en otras partes del cuerpo, sólo reservadas para el ejercicio de su profesión.
_Así que el señor… Trake, está sirviendo de comida a los peces, en tu lugar, ¿eh? – dijo Enric, utilizando un tono ligeramente despectivo al hacer la pregunta.
_Lord Drake – lo corrigió Daniel con su mejor acento británico, para dejarlo en evidencia. La simpatía que se tenían, era mutua.
_Ay, Daniel… ¡Como hiciste sufrir a toda tu familia! Joaquim y Anna estaban desesperados. ¿Cómo es que no avisaste enseguida, para decir que estabas bien? – Núria le puso la mano sobre el hombro.
_La verdad es que no era mi intención hacer sufrir a la familia, Núria – se apartó disimuladamente de Núria para quitarse la mano de encima. A Caterina no se le escapó el detalle y, sin que la vieran, sonrió por lo bajo – Le había dicho a mi querida sobrina que no podría asistir a su cumpleaños, y al haber un cambio de planes, pensé que estaría bien mantenerlo en secreto y aparecer por sorpresa en un día tan especial para ella.
_Daniel no podía saber que el barco chocaría con un bloque de hielo – dijo Joaquim, intercediendo por su cuñado.
_Claro, claro… Ya lo entiendo – Núria se pudo roja como un tomate.
_Pues a mi no me parece que sea necesario todo ese sufrimiento, sólo por querer dar una sorpresa a la mocosa. Las consecuencias fueron nefastas… Yo mismo tuve que atender a Anna a causa de una crisis nerviosa.
Las palabras de Enric, consecuencia de unas copas de más, junto con la animadversión hacia Daniel, hirieron a Caterina, que lo fulminó con la mirada. ¡La había tratado de niña pequeña!
_Mi sobrina ya es toda una señorita, no es una mocosa – dijo Daniel, viendo el disgusto de su princesa.
Ella le agradeció el gesto. Su tío era todo un caballero, al contrario que el maleducado, gordo, y calvo que le había tocado como padrino.
_La noticia me pilló de camino a París. Tan pronto como me enteré del naufragio, envié un telegrama urgente a Barcelona – Daniel llenó de nuevo la copa de Núria – Pero no hace falta que hablemos de cosas tristes, ¿no os parece?
Unas copas más tarde, la algarabía llenaba el comedor. Joaquim daba conversación a su hijo, que únicamente asentía con la cabeza. Enric insistía, diciéndole a Anna que él podía acompañarla al Liceu cuando Joaquim no se encontrara bien. Y Núria interrogaba a Daniel sobre su vida sentimental. Mientras, Caterina se imaginaba como sería el día de su cumpleaños al cabo de tres años.